8.8.09

8

Que lata perder la costumbre de escribir en mi blog.
Pero he dejado también de leer blogs. Entre la pega, el "microblogueo" del pajarito azul y la concentración más absoluta en mi día a día, cosa de poder llegar relativamente temprano para estar con la family... Uf.

Necesitaba un rato de respirar hondo, desempolvar a mi querido blog y, como siempre, usarlo de tatuaje mental:

Aniversario. Ocho años.
Debo reconocer que me bajó la angustia cuando, martes a las 19.00 pm, seguía metido en una reunión. La idea era la siguiente: la Romi sabía que "mi" regalo era invitarla a comer. Y había intentado coordinar de la forma más casual posible que los niños se quedaran con mis viejos... Pero ya tener que cruzar Santiago para dejarlos, en vez de quedarse con mi suegra -que vive al lado-, era raro.
Quak. Un punto menos.
Pero en fin: se quedan donde mis viejos, hago unos malabares increíbles para esconder la ropa en el auto -ella creía que solo salíamos a comer, no que se quedaban ahí- y hasta comprando cepillos de dientes para que no se diera cuenta...
Pero no salió tan bien como supuse: elegir la ropa de ella era ya de una improbabilidad extrema. Puedo elegir ropa de moda para una modelo de pasarela... pero no puedo elegir la ropa de mi señora para un día en Valparaíso... No hubo caso.

En fin. Alargue total, sorry:
A las 19.00 mi plan de "bwajajá, no sabes lo que te espera" cambió a una llamada de apurado y un "no hay tiempo para secretillos, echa una muda en el bolso que tengo escondido en el baño". Plop. De one.
Y volando para alcanzar a ducharme, afeitarme, cambiarme de ropa, hacer mi bolso y llegar a la reserva, mira que para reservar en el Pasta e Vino si que cuesta.

Luego comenzó a llover. Apenas salíamos.
Y me acordé que en nuestro matrimonio también llovió. Y fue como si esos goterones impresionantes, que apenas y dejaban ver las lucesitas del camino, limpiaran todo el stress santiaguino. Solos los dos.

Al llegar al restaurant, 3 minutos para la hora de la reserva ("las reservas duran sólo 15 minutos", me dijeron), era como si Valparaíso estuviera listo para una filmación: las calles mojadas, el aliento vaporoso y una ciudad pintada por goterones de luces, bajo un cielo de luna llena.

Y la comida. Increíble. Unas almejas gratinadas en lima y gengibre, presentadas sobre una vasija con cristales de sal preciosos. Y los ravioles de habas con un dulzor tan suave como exquisito... Y el vino. Como olvidar el vino.
Una comida increíble. ¿El mejor restorán de Valparaíso? Seguro.

Y entonces, la carta bajo la manga. El último secreto que pude guardar: "¿caminemos un rato antes de irnos?"... Y llegar frente al Brighton y ver esa fachada iluminada como de Navidad, bajar por las escalinatas y sentarse frente al mar mientras, como que no quiere la cosa, pedía nuestra habitación.
Una sorpresa, al menos.

Dato: El altillo puede ser una habitación algo pequeña, pero es de las pocas con dos sillas y una mesita frente a la ventana. Y una vista de toda la bahía. De muestra, un botón:


Un día después de la lluvia, Valparaíso parecía primaveral. Recorrer las calles de la mano, casi nadie caminando... y volverme loco con los Graffittis -ando medio obsesionado ultimamente-... y caminar un miércoles como si fuera un sábado. Pero sin el ruido ni el apuro. Todo en cámara lenta.

Recorrimos "el plano" con las ventanas abiertas, respiramos aire de mar y terminamos almorzando en La Gatita, con una mísera espera de 20 minutos. Cosa poca para el lugar.

Y tan lento y sosegado como estuvo el dia... se fue. Vimos el atardecer en la carretera, sin niños ni perros ni colegios en la mente. Como si fueramos pololos de vuelta a la casa. Como si no lleváramos ocho años juntos.
Como si nada. Como siempre.
De la mano.
Y pensar que hay gente que vive ahí...